Cuando pienso en aquella época... es como si no hubieran pasado tantos años. Yo era una chiquilla, no tendría más de ocho años y mi vida era, más o menos, la de una niña emigrante que vive en el suburbio de una gran ciudad. El matiz es importante. A
finales de los años sesenta una cosa era vivir en el centro Barcelona, con sus grandes avenidas y sus destacados parques y monumentos, y otra muy diferente en el extrarradio, de calles empinadas, sin asfaltar, donde no llegaban ni taxis, ni autobuses. Las familias que se trasladaban a vivir allí, procedentes de otros
barrios, se veían obligadas a traer los muebles cargándolos en su espalda. Algunas,
más afortunadas, alquilaban un carro tirado por una mula. Pero no penséis que
aquel era un barrio triste, no. Allí muchas familias plantaron sus sueños de
prosperar, para salir de la miseria de aquel pueblo andaluz donde, por poner un ejemplo,
no siempre había trabajo y cada día te exponías en la plaza del pueblo
esperando ser uno de los elegidos para echar un jornal.
Mi familia era una de las que había llegado a aquel barrio a plantar su sueño pero, mientras ese futuro feliz llegaba, teníamos la costumbre, cada año, en el mes de agosto, de bajar veinte días de vacaciones al pueblo. Aquellos días de agosto forman parte de los momentos felices de mi infancia. El viaje lo hacíamos en coche, yo era la copiloto, mi madre, cansada después de todos los preparativos, se dormía y el enano era un bebé tragón y dormilón. Siempre he sido muy habladora, así que explicaba cosas a mi padre, lo que veía por la carretera que llamaba mi atención, lo que pensaba hacer cuando llegáramos al pueblo… Y cuando se me acababa el repertorio, ponía música.
Nunca olvidaré el paisaje de la provincia de Jaén en aquellos años. A un lado y al otro de la carretera colinas llenas de olivos, líneas i líneas de olivos. Que curioso! - pensaba yo-, parece como si las hubieran dibujado, todas iguales, tierra olivos, tierra olivos… Después de kilómetros y kilómetros de tierra olivos, tomábamos una pequeña carretera y tras dejar el cementerio a la derecha, veíamos el pequeño pueblo blanco. Ya estamos, paramos un momento, nos lavamos en la fuente y nos cambiamos la ropa - decía mi padre-. Así llegábamos aseados a casa de mi abuela.
Nada más llegar a la puerta todo eran gritos y abrazos por todas partes. Las vecinas se sumaban a la bienvenida y pasábamos un buen rato.
-
Ha llegado mi hijo y su familia! -gritaba mi abuela, al tiempo que nos
abrazaba y zarandeaba-.
-
Niña, estás muy seca. ¿No te dan de comer en Barcelona? – me decía
la vecina-. Fijaros! Tiene toda la cara de su padre.
Entre abrazos y achuchones, entrabamos las maletas, repartíamos los regalos y nos instalábamos en casa de mi abuela. En el primer piso, la cámara, un espacio amplio donde había dos habitaciones para dormir y dos para guardar el grano y los productos de la matanza del cerdo, jamones, chorizos y otros embutidos que colgaban del techo. También había tinajas con queso, aquel rico queso conservado en aceite. Mi abuelo siempre me decía que a mi me gustaba el queso más que a los ratones.
Aquellos veinte días de vacaciones pasaban rápido, aunque no hacíamos nada espacial, sólo estar en familia, comer, dormir… De aquellas vacaciones hay dos hechos que recuerdo con cariño, uno era las salidas de mi abuela por la mañana – aún no os lo he dicho- se llamaba Virtudes. La abuela Virtudes cogía de buena mañana algún producto de la huerta, como un melón, o tomates, y algo de la matanza de la cámara y se iba al mercado. Cuando volvía traía arengadas, leche, pan… Había días en que regresaba contenta porque había hecho buenos cambios, y otros enfadada y criticando al lechero que por un litro de leche de cabra le había pedido toda la fruta. Toda la familia esperábamos para desayunar a que
regresara la abuela, esto nos permitía disfrutar de las viandas que había
conseguido y de la conversación que empezaba siempre criticando al lechero y al
panadero, porque se estaban haciendo ricos.
El otro hecho se producía al caer la tarde, alrededor de las ocho, mi abuela cogía una silla baja y se dirigía a la plaza del pueblo. ¿Niña te vienes? –me decía-. Y yo, contenta, agarraba su otra mano y subíamos calle arriba hasta llegar a la plaza. Allí se sentaba debajo de un algarrobo y esperaba mientras a su alrededor se iba sentando un grupo de personas que venían también con una silla. Cuando todo el mundo había llegado, se hacía el silencio y mi abuela empezaba a explicar cuentos. Yo me sentaba a su lado, en el suelo, un poco separada para ver los gestos de su cara mientras explicaba historias de amor, historias de mujeres a las que la guardia civil habían cortado el pelo por una
cosa que había hecho el marido, historias de fiestas… No recuerdo cuánto tiempo
duraban aquellas sesiones, pero si guardo la sensación del momento mágico que
vivíamos. Todos los que estamos allí, la escuchábamos.
Una tarde, cuando acabó, me la quede mirando y le dije:
-
¿Abuela, por qué explicas cuentos?
-
Para cambiar el mundo – me contestó-.
Las vacaciones de mis ocho años pasaron rápido. Mi familia y yo volvimos a la vida del suburbio de Barcelona, a las calles de barro, a las comidas solitarias, sin abuela y sin cuentos. Y después de aquella vez, pasó mucho tiempo, antes de que pudiéramos volver a bajar al pueblo. Mi madre tuvo problemas de salud, le hicieron una operación de apendicitis de la que tardó tiempo en recuperarse. Por otro lado la familia notaba que su sueño de prosperar empezaba a cumplirse. Claro que para conseguirlo mi padre tubo que aumentar su jornada de trabajo, salía de casa a las seis de la mañana y no regresaba hasta las nueve de la noche, cansado y sin ganas de hablar. Mi madre también trabajaba, en casa, cosiendo. Y yo los ayudaba, haciendo todas las tareas que me pedían. Mi hermano, mucho más pequeño, solo podía crecer feliz, ajeno a nuestro esfuerzo. A veces, estábamos los tres, mis padres y yo, acabando un trabajo a altas horas de la noche, uno al lado del otro, sin hablar, sólo trabajando. Me dolían las manos, después de horas de doblar aquellos boletos que después mi madre cosía, pero no podía parar. Cuando acababa me iba a dormir y ellos
seguían un rato más, imagino que hasta que llegaban a su límite.
Después de años de trabajo duro pudimos cambiar de barrio, irnos a vivir a uno... un poco mejor, de calles asfaltadas, donde llegaban autobuses y el metro. Yo había acabado la escuela, así que trabajaba por las mañanas como dependienta de una pastelería y por la tarde estudiaba en el instituto mas cercano, a cuarenta y cinco minutos de autobús. Un año, allá por el mes de mayo, mis padres me dijeron que iríamos al pueblo, en agosto, como cuando era pequeña. La verdad es que ya no me hacía tanta ilusión como antes. Durante aquellos años había visto a mis abuelos que habían pasado temporadas en Barcelona, y la idea de encontrarme con ellos en su espacio natural, no me emocionaba. A pesar de todo, hicimos los preparativos, carretera,
después de Despeñaperros los olivos, el cementerio y finalmente, allí estaba,
detrás de la colina, el pueblo.
Nada más entrar noté que muchas cosas habían cambiado, para empezar, la calle que nos llevaba a la puerta de la casa de mi abuela estaba perfectamente asfaltada y al llegar, salieron mis abuelos, pero no hubo gritos, ni achuchones y las vecinas… parecía como si no estuvieran. Mis abuelos habían envejecido mucho, les faltaba algún diente y el andar rítmico y ágil de mi abuela había dado paso a un lento, desacompasado. Yo estaba incómoda y pensaba que aquellos veinte días serían muy... largos, pero no podía hacer otra cosa, así que opté por
resignarme e intentar pasarlo lo mejor posible.
Mi abuela ya no salía cada mañana a intercambiar productos de su huerta. Ya no había mercado de trueque en la plaza del pueblo, hacía tiempo que lo habían prohibido. Según nos explicó la abuela, por motivos de salud. En cambio habían abierto dos grandes supermercados, uno en cada punta del pueblo, y la mayor parte de los vecinos compraban allí la leche, la fruta, la carne… Ya no había intercambio, pagaban con dinero.
Ahora muchas familias, después de trabajar dos meses en la aceituna durante el invierno, continuaban percibiendo un pequeño subsidio, cada mes. El caso de mis abuelos era diferente, como eran muy mayores no podían hacer peonadas en la oliva, pero tenían derecho a una remuneración en concepto de jubilación.
El dinero, procedente del subsidio o las jubilaciones, se gastaba en los supermercados y en coches, que antes no había. El cultivo de las tierras había perdido mucha importancia. No es que se hubieran abandonado, pero habían pasado a un segundo plano. Yo había pensado que encontraría aquel pueblo tranquilo de mi infancia, pero aquello que veía no era muy diferente a mi barrio de Barcelona. Hubo un hecho que me sorprendió.
Un día, al caer la tarde mi abuela Virtudes cogió aquella silla bajita i dijo:
-
Me voy a la plaza, a explicar cuentos.
-
Vete con ella, -dijo mi padre-, es muy mayor, mejor que la acompañes.
No hace falta que diga que no me apetecía en absoluto, pero tampoco tenia nada mejor que hacer, así que la acompañé. Iba detrás de ella, observándola como andaba, con su caminar lento, moviéndose de un lado a otro. Cuando llegó a la plaza se sentó cerca de una estatua de cemento que habían levantado, justo donde antes estaba el algarrobo. Yo no me senté a su lado, permanecí de pie y a una cierta distancia. Algunas personas acudieron a escuchar a mi abuela, pocas, pero allí estaban. Hubo algún momento, mientras mi abuela explicaba, en que me quedé mirándola y vi como le brillaban los ojos, cómo su cara se iluminaba y parecía mucho más joven. Hasta yo, adolescente tosca y rebelde, me emocioné escuchándola.
Cuando acabó, me acerqué a ella y, aún no sé por qué me vino a la memoria la misma pregunta que le había hecho
cuando era niña.
-
Abuela, ¿Por qué explicas cuentos?
-
Para que el mundo no me cambie a mi.
Aquella respuesta me dejó parada. Des de aquel día han pasado muchos años y muchas veces he vuelto a pensar en la respuesta de mi abuela. Hace tiempo que mi abuela murió. También des hace bastantes años, yo explico cuentos, como mi abuela. Y cada vez que explico un cuento me acuerdo de mi abuela, así que un día decidí escribirle uno a ella, escribir su cuento, que es éste, el que hoy os he explicado.